Esta crisis del capitalismo es distinta

Cada cambio de modo de producción en la historia de la humanidad se ha concretado con transiciones de siglos o, al menos, de muchas décadas y se ha originado en la percepción general de que la organización de la producción vigente no era adecuada para atender las necesidades de las mayorías.

En cada caso, quienes batallaron por el cambio pudieron identificar asimetrías en la distribución de los frutos y beneficiarios de ese reparto desigual. Las monarquías, los señores feudales, los capitalistas dueños de los complejos productivos, fueron los opositores a los cambios, y por lo tanto los adversarios a vencer, porque ningún nuevo escenario se concretó sin conflictos.

La última gran pelea a escala planetaria ocupó casi todo el siglo XX, entre el capitalismo corporativo y el capitalismo de Estado. Esta puja terminó demostrando que, mantener la forma de generación de excedentes y trasladar su administración desde accionistas o gerentes privados a burócratas públicos, no sólo no es garantía de una rotunda mayor equidad sino que además lleva a sistemas de baja eficiencia global, que no producen los bienes y servicios que la mejora continua de la calidad de vida reclama. La evaporación del capitalismo de Estado no significa, sin embargo, – de ninguna manera – la demostración directa o indirecta de que el capitalismo corporativo es la panacea.

Por el contrario, la instalación hegemónica del sistema ha llevado a límites impensados la concentración de poder en manos de quienes creen que la búsqueda del lucro es el motor excluyente de la historia. En ese proceso se ha producido una mutación, que construye un escenario nuevo, tal vez sin antecedentes en la historia de la humanidad.

Es que la hegemonía del capital se ha hecho financiera. Con ello, los apellidos de los acumuladores máximos ya no son asociables a una fábrica de automóviles o a una destilería de petróleo. Son seres semi anónimos, dueños de inversiones dispersas por el mundo, incluyendo allí paraísos fiscales que ni siquiera los gobiernos más poderosos tienen claro cómo encuadrar. Más que nunca y, sobre todo, el dinero hace dinero, no a través de fábricas automóviles o heladeras, sino en un loco y perverso circuito virtual de funcionamiento autónomo, cada hora de cada día de todo el año.

Hasta los analistas de la Academia del mundo central nos informan que el sistema no sólo no está en condiciones de asegurar el bienestar de las mayorías, sino que en lugar del Gran Sueño Americano, crece la exclusión como contracara de la concentración. El número de pobres en el mundo crece sin cesar, aunque se disfrace el hecho divulgando porcentajes, cuya disminución en buena medida tiene que ver con que los pobres se mueren antes que los demás.

Sin embargo –y allí está el matiz sin precedentes– no aparecen los reyes, señores feudales o corporativos contra los cuales luchar.

La crisis es permanente; nos perjudica a la gran mayoría; pero el sistema se perpetúa porque el poder no tiene cabezas visibles contra las que luchar y su influencia se ha diseminado hasta llegar a cada mente, convenciendo nos que hay que seguir bailando el mismo vals, repartiendo algo para la supervivencia de los perdedores y, a la vez, cuidando nuestro patrimonio de los ataques de las hordas desheredadas.

No hay tiempos de ilustración; de ilusiones burguesas o democráticas; hay resignación y construcción de murallas por doquier.  Esto no sólo es inestable, sino que es injusto para los miles de millones de derrotados y también para quienes, dentro de ese universo, queremos algo distinto para nuestras vidas.

Con diversas acepciones y justificaciones, con respaldos públicos de variada naturaleza, han comenzado hace décadas los intentos de pensar el futuro de otro modo y construir su andamiaje. La economía solidaria, la jerarquización de lo local, los llamados desde los problemas ambientales, son facetas que en algún punto han de converger. Pero falta fuerza abarcadora en los conceptos. Muchas veces suena a parche, a retoque menor de aquello que sabemos no funciona.

En LA Argentina, comienza a discutirse –con el estímulo de una posible política oficial sobre el tema– la organización de ámbitos de la producción cooperativos privados, que tengan por función objetiva y concreta la atención de necesidades comunitarias, en términos prioritarios, frente a la búsqueda del lucro. Esto es: más allá de las habituales pujas sobre la distribución del ingreso, plantear en profundidad formas nuevas de generación de los bienes y servicios necesarios, que crezcan en paralelo a lo vigente.

La economía popular –así la llamamos– tiene por delante no sólo un largo camino, sino importantes conflictos conceptuales para diferenciarse del asistencialismo –con el que no debiera confundirse en lo más mínimo– y para instalarse en la propia mente de los actores económicos concretos. Éstos priorizan el lucro o el pedido de subsidio, pero no tienen frente a sí el desafío de asegurar los alimentos o la vivienda o la energía fotovoltaica de una comunidad, como tarea digna que se garantice que será retribuida. Una organización productiva construida desde el pueblo, sin dependencia de corporaciones y al servicio de ese mismo pueblo, es una meta que pocos países tienen en su agenda prioritaria. Ecuador, Bolivia o la convulsionada Venezuela, tienen el tema en variado grado de elaboración. Los dos primeros países tienen la suerte de poder inspirarse en historias propias de las comunidades indígenas, que sus gobiernos las han hecho propias. Ojalá Argentina se sume al espacio, para aprender y para ayudar al mundo a salir de un marasmo insoportable.