Con la Democracia Económica se come, se viste y tanto más

Raúl Alfonsín ganó con claridad las elecciones de 1983, apuntalado en la consigna de respeto a las leyes, sintetizada en su famoso: “Con la democracia se come, se cura y se educa”. Era un planteo adecuado para salir de la larga noche del proceso militar que destruyó miles y miles de vidas y de esperanzas, junto con buena parte de la movilidad social, los derechos sindicales y tantas otras condiciones positivas del tejido ciudadano.
Sin embargo, la consigna no se cumplió. Hasta hoy, después de 35 años de democracia formal, no solo no se garantiza una calidad de vida básica para toda la población, sino que buena parte de las instituciones a las que debía brindarse respeto máximo aparecen como esas taperas abandonadas a las que la lluvia y el viento van desarmando por años, hasta que finalmente se dispersan en el polvo.
¿Qué falló?
Muchas cosas distintas, que cuando se van ordenando en un marco conceptual integrado, se pueden sintetizar en que la democracia política es una condición necesaria pero no suficiente. Se necesita que además tenga vigencia la democracia económica, en que cada ciudadano con vocación de trabajar, pueda acceder a la tierra, el capital, la tecnología y el contacto con los potenciales consumidores de lo que producirá. Sin esto, la democracia como la define la Constitución nacional de 1853, no solo no alcanza, sino que se deforma, se convierte en buena medida en una caricatura al servicio de aquellos económicamente más poderosos.
Como resulta evidente, la democracia económica no existe en nuestro país. Ni siquiera ha sido formulada. Tenemos expertos en corrupción, en seguridad, en educación, en pobreza, que evalúan lo que estamos haciendo. Pero no en democracia económica, objetivo que no está ni en tapa ni en páginas interiores de ningún medio de comunicación, a pesar de la imperiosa necesidad de su existencia. Esta ausencia pone, a su vez, un tremendo interrogante sobre la capacidad y la pertinencia de los otros expertos, que en definitiva discurren sobre un sistema que no puede corregir la concentración capitalista y la brutal asimetría de destinos ciudadanos que caracteriza al mundo desde hace mucho tiempo.
¿Qué aprenderemos escuchándolos? ¿Qué la corrupción es inherente al sistema y solo podemos aspirar a despreciar a quienes ocuparon lugares que nos hubiera gustado ocupar? ¿Qué la seguridad se ha de garantizar con una vida militarizada que sea insoportable e indeseable? ¿Qué la pobreza no dejará de crecer y debemos repartir comida en volúmenes crecientes para evitar que los pobres mueran, como un placebo para nuestras conciencias? Denunciamos los efectos, todo el tiempo. Nos hacemos los distraídos con las causas, simultáneamente.
Dando una vuelta de tuerca adicional al concepto de democracia económica encontraremos la causa principal.
Si quienes quieren trabajar no tienen acceso a los componentes necesarios (tierra, capital, tecnología, acceso a los consumidores), no podrán trabajar o deberán hacerlo vendiendo su esfuerzo a otro que sí tenga acceso. Cuando venden su trabajo, éste se convierte en una mercancía, que quien la compra busca pagarla lo menos posible. Ya está. Allí está la semilla del capitalismo rentista, que nació hace siglos y al inflarse como un globo gigantesco, construyó el mundo hegemonizado por las finanzas que conocemos hoy, en el que nacen nuestros hijos y nietos. En el camino, hacer plata con plata, sin agregar valor de uso a ningún bien o servicio, se hace religión y meta superior. Estamos perdidos: esos son los pilares de este mundo desigual, cada vez más desigual; desesperanzado, cada vez con menos esperanza.
Debemos buscar eliminar la causa, en todos los frentes. Vale decir: dejar de vender el trabajo, junto con su complemento: eliminar de las cadenas de valor que convierten las materias primas en objetos de uso comunitario a todos aquellos segmentos en que alguien no agrega valor ni utilidad social alguna, pero sin embargo se inserta en base a una forma de poder, para hacer dinero solo con dinero y ese poder.
Ir tras tal objetivo transformador tiene un flanco débil muy notorio. El tránsito de la cuna a la tumba de generaciones enteras por una sociedad diseñada y controlada por los valores del capitalismo ha moldeado nuestra cultura y nuestros reflejos. Transformar no aparece como difícil sino como imposible y por lo tanto sin sentido intentarlo.
No pensamos en trabajar de otro modo que no sea buscando empleo en una estructura determinada por otro. En el mejor de los casos, buscamos empleo en el Estado, asignando al gobierno el derecho de ser empleador con conductas análogas a las de un patrón privado. Creemos en una escalera que conduce al éxito, que se parece a la felicidad, subiendo los peldaños cuando aumentan nuestros sueldos, con los cuales compraremos bienes y pagaremos servicios de otros. El fin de todo emprendimiento, lo asumimos nosotros y los gobernantes, es ganar dinero, lo cual abre una ancha avenida, para reafirmar que el trabajo de los empleados es mercancía a abaratar; para manipular o engañar a los consumidores para alcanzar la meta; para agigantar el papel de las finanzas, que engordan nuestro dinero hasta cuando estamos durmiendo.
Todo eso y muchos más elementos complementarios forman parte del escenario, que ni se nos ocurre que podemos cuestionar y donde solo podemos discutir qué papel jugar, evitando que otro ocupe el espacio que nos gusta.
Transformar este estado de cosas en un sistema de atención de las necesidades comunitarias es en verdad un desafío monumental. Se necesita ante todo entender cabalmente que la forma de vida actual es insoportable y que se desperdicia nuestro tránsito por el mundo de un modo irreversible. Se necesita además adquirir sentido de la trascendencia y asumir que ninguna transformación será fácil y muy probablemente involucre a varias generaciones. Incorporar esas dos ideas, es condición para comenzar el camino, pero es una condición suficiente para caminar con alegría, como todo peregrino que pasa a apreciar los detalles de la ruta, además de buscar la meta, por lejana que ésta se encuentre.
¿Cómo darse cuenta que efectivamente estamos en camino?
Tal vez la manera más inmediata y con más visibilidad sea encarar la transformación de las cadenas de valor que producen bienes elementales para nuestra subsistencia, como los alimentos o la vestimenta. Conseguir éxitos aquí nos permite entender las razones y trasladar los métodos a cuestiones más complejas, incluso con mayor carga ideológica, como la educación, la cultura o la salud.
¿Qué hacer en la producción de alimentos o de vestimenta?
Pues poner esfuerzo en eliminar los segmentos que hoy convierten a estas actividades en negocios, en lugar de ser un servicio de atención de necesidades básicas.
Quien compra cualquier fruto de la tierra y por su mero poder económico regula su precio al consumidor; quien encara la industrialización de leche o de carne o cualquier otro alimento y se preocupa centralmente en eliminar competidores, para tener márgenes arbitrarios; quien bloquea el acceso de los pequeños productores a los consumidores, para favorecer la concentración en algún sector; cualquier que tenga estrategias como éstas, suma para convertir un derecho básico (alimentarse dignamente) en un sendero de espinas, donde quien no tiene recursos no puede comer y la magnitud de los recursos necesarios es definida por mercaderes y financistas.
Poner al productor en primera fila, estableciendo como meta que tenga una retribución digna por su esfuerzo y asumir la distribución y la comercialización como un servicio cuyo costo debe ser decreciente todo el tiempo, por pensar y pensar cómo mejorarlo, llegando al consumidor con el precio más cercano posible a lo que recibe el productor, es la forma de empezar a transitar el camino adecuado. Evitar la apropiación por un segmento del valor agregado por otro es una consigna que introduce equidad, que construye un horizonte económico y social distinto.
Un Estado consciente de esto buscará de manera permanente eliminar los obstáculos para el acceso a la tierra, el capital y la tecnología, a la vez que brindará facilidades para el acceso universal a los consumidores. Sin embargo, esto no es solo responsabilidad de una capa dirigencial o de un grupo de funcionarios. Aún fuera del Estado, se necesita transformar la cultura de los actores, para que descubran primero y asuman después la nueva mirada. Este cambio sistémico será por lo tanto consecuencia de numerosas iniciativas que puedan ser independientes e inconexas, pero que irán aglutinándose para conformar a la vez una teoría y una práctica de la superación del capitalismo rentístico.
Ocupémonos, libro publicado en 2017 y que está disponible en www.laredpopular.org.ar en formato digital o todos los ejemplos detallados en esa hoja web, que se enriquecen cotidianamente con experiencias de muchos países de diferente grado de desarrollo, además de las búsquedas que cada uno puede realizar en un espacio con mucha información, como el de la producción popular, la democracia económica o la economía social, pueden servir para darnos un empujón adicional.
Enrique M. Martínez
4.11.18

 

Comentarios

  • Ana María Kletzñ

    Estimados amigos:
    celebro este renacer de la vida comunitaria. Seamos celosos cuidadores de sus sanos propósitos . Los felicito y animo a seguir creciendo en este noble y digno objetivo.
    Any



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