«Por tanta desaprensión heredada, el gobierno que comenzará el 10 de diciembre se enfrenta a una emergencia alimentaria con algunas características precapitalistas. Deberá salir con rapidez y con la mayor eficiencia posible a poner algo de comida en la heladera de millones».
Por Enrique M. Martínez* | Foto Carlos D. Pérez
En la historia precapitalista, atender la alimentación de una comunidad era una responsabilidad básica y central de un rey, un señor feudal o un cacique. Cubrir ese flanco prestigiaba al vértice y fracasar, porque la productividad crecía menos que la población, era motivo de hambrunas generalizadas, guerras para avanzar a territorios más fértiles y crisis políticas a menudo caóticas.
Los más rigurosos historiadores económicos señalan que una condición básica de la expansión del capitalismo fue justamente alcanzar niveles de productividad de la agricultura que permitieron producir para el mercado y no solo para la subsistencia. Se liberó capacidad de trabajo para sumar a la fuerza industrial emergente y desde allí el capital pasó a ser el factor de producción hegemónico, en lugar de la tierra y el trabajo volcado sobre ella.
En el capitalismo, sin embargo, hay hambre. Ya no es de naciones enteras, salvo en casos límite que deben ser considerados excepciones. El hambre está en el estómago de una fracción de la población; es la evidencia de la inequidad social, de la mala distribución de los frutos del trabajo colectivo. Y cuanto más se concentra el capitalismo, cuanto más injusto es el escenario, más “propensión al hambre” debería ser evidente.
Se puede caracterizar dos tipos de reacciones de los gobiernos frente a esto.
Unos buscan sistemáticamente acotar la concentración y usan como medida de su éxito el nivel de ocupación de su población empleable. En el límite recurren a subsidios elevados a desocupados (Holanda) o convierten al Estado en empleador transitorio de última instancia (Dinamarca) o acciones similares.
Otros, típicamente Estados Unidos de América, consideran natural que la concentración avance y que el mercado ordene la sociedad. Para los hambrientos, en tal caso, asignan fondos para que puedan comer y que cada uno haga su vida. En ese país comenzó en 1964 la llamada Guerra contra la Pobreza, que incluye el apoyo alimentario a los excluidos; que se modificó por 11 leyes desde entonces, pero que sigue vigente. En 2018 hubo 36 Millones de personas que recibieron 160 usd promedio mensuales para comprar alimentos; se entregaron 100 millones de raciones mensuales en comedores comunitarios y varias otras acciones, con un presupuesto total descomunal: 96.000 Millones de usd por año.
Podríamos agregar como tercera reacción la lógica del gobierno argentino que se va: no hacer nada. Es una de tantas razones por las que se va, que le reservará un lugar siniestro en la historia.
Por tanta desaprensión heredada, el gobierno que comenzará el 10 de diciembre se enfrenta a una emergencia alimentaria con algunas características precapitalistas. Deberá salir con rapidez y con la mayor eficiencia posible a poner algo de comida en la heladera de millones.
Luego- en verdad al mismo tiempo- deberá inscribirse en alguna de las dos corrientes arriba mencionadas. O desconcentra la producción y las oportunidades o junta recursos para dar de comer sin fecha límite de terminación a los que van quedando en el camino, que en tal caso serían cada vez más.
De tal manera, un programa estructural para una Argentina sin hambre, que sea digno de un gobierno que aspira a una mayor justicia social, debe sumar como componentes imprescindibles:
. Regularizar la tenencia y propiedad de la tierra de centenares de miles de campesinos, desde los alrededores de La Plata, hasta muchas zonas de Mendoza, San Luis, Sgo. Del Estero, Salta, Misiones y más y más.
. Sobre la serenidad que da esa propiedad, tecnificar la agricultura familiar y facilitar el acceso a los consumidores, sin intermediarios que se apropien del valor agregado por ella. Esto no se funda solo en una base ética; se trata de una oferta productiva de presencia imprescindible.
. Desarrollar cinturones alimentarios en centenares de municipios, donde emprendimientos de la comunidad local produzcan la leche fluida, los pollos y las hortalizas que cada ciudad requiera, minimizando el transporte a larga distancia, verdadero flagelo del capitalismo moderno.
. Fortalecer y promocionar la industria doméstica de alimentos listos para consumir, con protocolos adecuados.
Hay media docena más de acciones en la misma dirección, que marcan una política y que indican que entendemos la historia, las causas y las soluciones del hambre, que se resumen, en una palabra: equidad.
No es recomendable considerar que estamos frente a una plaga que cayó del cielo. Ni el sarampión lo es. Tiene causas, tiene beneficiarios que, por su cultura de capitalismo concentrado, no están condiciones conceptuales de resolverlo.
No deberíamos ni por un momento correr el riesgo de tener un país con repartidores cuentapropistas llevando en bicicleta comida preparada para la clase media, chocándose por las esquinas con repartidores empleados públicos que llevan comida en furgonetas a los más pobres. Sería una imagen de pesadilla.
*Instituto para la Producción Popular
*Publicada originalmente por la Agencia Paco Urondo