La discriminación positiva y las mujeres

Después de casi toda la historia humana desarrollada en escenarios de sistemática discriminación de la mujer, o en el mejor de los casos, de encasillamiento de la mujer en roles sociales subordinados directa o indirectamente a decisiones masculinas, llevamos algo más de un siglo de emergencia de luchas femeninas por un cambio sustancial de sus derechos políticos y sociales.

Esas peleas son contra culturales, en el sentido que buscan revertir situaciones nacidas en la prehistoria tribal, en que la fuerza física para confrontar con la naturaleza adversa y las guerras por la defensa del alimento definieron la hegemonía de los hombres. Aquellos elementos fueron mutando a través de miles de años, hasta desaparecer todo fundamento para la subordinación en el presente, salvo la tradición.

De allí la postergación vivida como enteramente injusta, que necesita lo que llamamos discriminación positiva en varios escenarios, para contrarrestar la inercia de siglos.

El sufragio universal no necesitaba esa discriminación. Era una decisión de sentido común elemental. Sin embargo, requirió luchas relevantes, que una vez exitosas en el mundo central se han ido trasladando al resto del planeta.

El derecho a ser elegida, en cambio, que era el complemento obvio del voto universal, necesitó y necesita algo más que su explicitación discursiva. Sin el establecimiento de cupos femeninos en las listas, no se hubiera logrado revertir la cultura que excluía casi por completo a las mujeres de las boletas electorales.

El derecho al aborto no punible está en plena controversia en la Argentina. Tiene aristas más complejas que los derechos políticos, pero queda claro que la prioridad otorgada al feto por sobre la mujer que lo gesta, por parte de quienes se oponen a la medida, requerirá otra vez una discriminación positiva para consolidar el derecho, mientras un hombre puede disponer de su capacidad reproductiva sin ningún obstáculo legal.

La violencia física, que lleva con horrible frecuencia al femicidio, necesita también castigos agravados, en comparación con otros crímenes, así como sistemas que apunten a prever y evitar situaciones que hoy se manejan burocráticamente, como si fueran un control de salideras bancarias.

Los movimientos de mujeres han explicitado sus reclamos en todos los planos, más allá de poner énfasis en alguna de las cuestiones cada vez. También el reclamo económico forma parte del menú.

Cualquier estadística señala que los salarios femeninos son menores a los masculinos, a igual función, así como es menor su empleabilidad.

En este plano, los gobiernos reconocen el hecho, pero su respuesta es declarativa. Ninguna norma ha impuesto la igualdad económica entre el hombre y la mujer. Si lo hiciera, en realidad, sería una entelequia, porque -sobre todo en tiempos de neoliberalismo – los empresarios seguirían teniendo la libertad de decidir a quien tomar y a quién no.

En el capitalismo concentrado, la igualdad de salarios entre hombre y mujer establecida por una norma, muy probablemente baje las posibilidades de empleo para las mujeres, por la resistencia de los empleadores a asumir las diferencias de condición laboral entre los géneros, por la obvia responsabilidad de la maternidad.

Afirmar lo contrario; creer que un reglamento que ata solo un dedo a los empresarios basta; es recorrer el conocido camino hipócrita de decir una cosa y admitir que pasa otra.

Tal vez sea hora que las mujeres – y los hombres que queremos sumarnos a su sano reclamo – entiendan que hay que pelear por una discriminación positiva de nuevo cuño, esta vez en el plano económico.

Para que el reclamo sea eficiente, el camino adecuado no es exigir a los empresarios conductas que no se pueden reglamentar. Es mejor y más sustentable reclamar de la sociedad en su conjunto una discriminación positiva que dé tratamiento impositivo, crediticio, de difusión y de vínculo especial con los consumidores, a los emprendimientos de mujeres, colectivos o individuales, en planos de la producción y los servicios que se adapten especialmente a las restricciones que ellas mismas se fijen en cuanto a forma de dedicación.

Una mujer autosuficiente e independiente en términos económicos – sin tener que ser “reconocida” por un empleador – puede decidir sobre su cuerpo; sobre el modo de sus relaciones afectivas; sobre su involucramiento en la política; sobre cualquier otro aspecto de su vida, en términos que la mayoría de las veces le permite por eso mismo prescindir de la existencia de reglamentos especiales o declaraciones públicas al respecto.

Hay que sacarse de encima siglos y siglos de tradiciones perimidas y agobiantes. Pero tal vez sea necesario enfatizar que la opresión central es económica y tiene menos de 300 años de vigencia. El capitalismo coloca a los empleadores en un papel decisor que perjudica a todos los ciudadanos y en mayor grado a las mujeres.

Organizarse para atender necesidades comunitarias, dejando el lucro en un lejano segundo plano, es una tarea para que las mujeres salten definitivamente por encima de todas las postergaciones y por lo tanto debe sumarse al menú de reivindicaciones con una fuerza que aún está faltando.

Producción popular femenina es una consigna nonata, a la cual debe fecundarse.

IPP

19.3.18


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