Los límites de la heterodoxia económica

Multitud de economistas, escapando del corsé de la formación académica recibida, en casi todo el planeta, plantean con fuerza y convicción que la economía del libre mercado es un mito creado por los ganadores del capitalismo concentrado, hoy extendido a todo el planeta.

Señalan, no sin razón, que el libre mercado no existe, que la discusión actual es sobre quienes son favorecidos por las acciones de gobierno, si los poderosos o aquellos perjudicados por la inercia del capitalismo, para quienes el Estado busca atenuar los daños.

O sea:  Existe un mercado administrado a favor de los que más tienen – que se ocultan detrás del mito – y otro escenario posible, a favor de una mayor equidad social.

Los que dan ese diagnóstico tienen razón. Además, están del lado de las mayorías, cuya calidad de vida es parcial o totalmente expropiada por quienes se apropian de lo nuestro en nombre de la libertad de iniciativa. Sin embargo, en una parte importante del mundo gobiernan quienes siguen sosteniendo el dogma del libre mercado, que describe una realidad inexistente y que a pesar de eso consigue hasta la adhesión electoral mayoritaria reiterada, con muchos países como ejemplo y la Argentina dentro de ellos.

Tan fuerte contradicción entre el diagnóstico de muchos pensadores y los resultados políticos y económicos necesita una explicación, que vaya más allá de la manipulación de masas – que existe, vaya si existe – de la desarticulación del tejido social y de la consolidación de una democracia política delegativa, que hasta bloquea débiles intentos de participación popular.

No cabe duda que los liberales gobiernan sobre un escenario construido con mentiras, espejismos, miedos o mezquindades volcadas sobre fracciones sociales varias.

La pregunta que no se contesta con solvencia es: ¿por qué?

En lo que sigue se explorará una causa que, por dolorosa, suele quedar escondida o silenciada: la debilidad de la propuesta alternativa, de lo que se conoce como la heterodoxia económica. Como el tema tiene dimensión global, la cuestión se encarará en dos planos: el del mundo central y el de la periferia.

La heterodoxia en el mundo central

No existe una voz o corriente dominante que confronte con el liberalismo. Los diagnósticos, sin embargo, convergen, como se ha señalado y no se abundará aquí. Son numerosos los círculos que no dudan de la necesidad de construir escenarios que frenen la concentración y la reviertan. Se ha elegido cuatro actores de notoriedad, que sin abarcar todas las miradas, ocupan un gran espacio en los medios de difusión y en muchos casos opacan a sus colegas de menor trayectoria.

Paul Krugman, Joseph Stiglitz, Thomas Piketty y Robert Reich servirán de ejemplo para lo que aquí se quiere exponer. Son tres economistas y un abogado (el último) que han tenido trayectorias políticas y/o académicas de relevancia y hoy coinciden en señalar como inviable – o totalmente inconveniente – la llamada economía de libre mercado. Resumamos sus propuestas.

Robert Reich, en su último libro – Saving capitalism for the many, not for the few (Salvando el capitalismo para muchos, no para pocos) – publicado en setiembre de 2015, señala con cierta candidez que el capitalismo ya ha pasado por crisis reiteradas, al menos tres importantes en los últimos 100 años. De todas ellas emergió, demostrando así su fortaleza, – según Reich – aunque bien podría interpretarse con otra mirada que las crisis terminan siendo un componente estructural del capitalismo. Con respecto a la crisis actual, sus conclusiones son muy duras sobre los efectos negativos para las mayorías, y su propuesta es recuperar la fortaleza del llamado contra valor, esencialmente el poder sindical, para que sea el punto de apoyo que frene la capacidad de las corporaciones para crear permanente legislación que aporte a sus intereses. El libro, más allá de una propuesta notoriamente débil, es un gran aporte, con numerosos ejemplos, para mostrar los extremos a los que llegan las nuevas corporaciones dominantes en la preservación de sus intereses. Señala, finalmente, algo novedoso: Las corporaciones jóvenes (Google, Apple, Monsanto, la industria de los medicamentos y similares) se han aplicado a construir legislación a su favor, con intensos lobbies en el gobierno, a diferencia de los monopolios de principios del siglo 20, que se defendían de gobiernos que trataban objetivamente de acotarlos.

Thomas Piketty, en su monumental investigación de dos siglos de capitalismo – El capitalismo del siglo XXI – hace un recorrido muy valioso y en ocasiones muy didáctico, sobre la evolución capitalista, esencialmente de Estados Unidos, Francia, Inglaterra y Alemania, con algunas referencias al resto del centro y algunas menos a la periferia. Su propuesta para corregir la fenomenal concentración de patrimonio que muestra es esencialmente impositiva. Entre muchas otras cosas, dice algo bien cierto y que no se tiene en cuenta en nuestras discusiones de política cotidianas. Si un gobierno tiene déficit por las razones que sea –  inversiones importantes, atención de comunidades en desventaja, hasta guerras – tiene dos opciones para cubrirlo: tomar deuda o aplicar impuestos a quienes tienen recursos para pagarlos. La deuda pública en verdad es una forma de derivar al conjunto de la población, las generaciones presentes y futuras, lo que podrían pagar hoy los más pudientes. Usa como ejemplo histórico el caso inglés, que tardó nada menos que un siglo en reducir su deuda pública a niveles atendibles, con esfuerzo de toda la sociedad, por financiar sus guerras de esa manera.

De ese criterio básico y con mucha fuerza conceptual, deriva en esencia su tesis central, que sostiene que la distribución de ingresos y patrimonios podría mejorar sustancialmente con decisiones impositivas al efecto. Como debilidad casi obvia: Poco y nada dice sobre los actores sociales que pueden tomar esa dirección, como si se debiera resolver un problema técnico, en lugar de lo que es: un problema estructural, con connotaciones políticas y sociales bien centrales.

Además de esa propuesta endeble, queda el sabor amargo para los lectores del mundo periférico de que muy poca referencia se hace a nosotros y que la gran mayoría de los casos analizados nos sirven en tanto sean examinados en términos comparativos con nuestra realidad y no literalmente. Por ejemplo, analiza con cuidado la proporción de los activos de Francia, Inglaterra o los Estados Unidos y concluye que es satisfactoria la situación porque los extranjeros son dueños de solo el 5 al 10% de los activos. Comenta luego el caso de Canadá y señala que a comienzos del siglo 20 más del 25% de los activos productivos era propiedad de ingleses. Marca que en un siglo, esa proporción se ha reducido a menos del 10%, comentando que en el presente sería socialmente inviable una proporción de extranjerización como aquella.

¿Qué tendrá T. Piketty para decir de un país en que las filiales de las multinacionales controlan más del 60% de sus exportaciones, hegemonizan la producción de semillas, la extracción de minerales, toda la industria automotriz y hasta el comercio minorista en las ciudades más grandes? Sería valioso poder preguntarle.

Paul Krugman y Joseph Stiglitz siguen lógicas análogas, con propuestas que se diferencian en matices técnicos. El segundo pone un énfasis grande en la educación como factor de generación de equidad; P. Krugman, por su parte, tiene una tendencia a descalificar los caminos equivocados, desde una mirada neokeynesiana que se centra en los instrumentos monetarios y financieros, señalando correcciones necesarias en la forma que se utilizan, no en los instrumentos mismos.

La gran paradoja, que abarca a los cuatro intelectuales mencionados, es que analizan un sistema económico que acreditan como de resultados no equitativos, que prevén en todos los casos que se agudizarán si no se toman iniciativas, pero sus propuestas buscan cambiar esos resultados desde la iniciativa política, modificando apenas algunas reglas de funcionamiento del sistema, pero en ningún caso sus propuestas modifican siquiera fracciones del mismo.

Ponen sus esperanzas centralmente en el fortalecimiento sindical (Reich); una reforma impositiva (Piketty); la educación (Stiglitz); ministros de hacienda sensibles (Krugman). Se trataría de evitar que la apropiación de los frutos sea tan sesgada; que haya mejores oportunidades de participación en la carrera; que el Estado controle mejor a los ganadores. Pero en ningún caso – en ninguno, ni por un momento – se sugieren formas diferentes de agregar valor a los recursos naturales o a las organizaciones humanas; ni se discute el concepto mismo del valor, de para qué se trabaja y cuáles son los fines o beneficios comunitarios al respecto.

En resumen: Es lo que hay. Si dejamos solos a los más poderosos, la mayoría estará cada vez peor. Si conseguimos acceder a instrumentos de poder, debemos controlarlos, defender a las mayorías, de manera de aspirar a una condición vivible. Suena a poco y es poco. Se convierte en menos cuando se extrapola el pensamiento al mundo periférico.

La heterodoxia en la periferia

En la periferia, a la concentración de patrimonio y de poder de decisión, se le debe agregar que una parte sustancial de esas decisiones las toman corporaciones cuya sede no está en el país. Esto suma al menú de problemas dos tipos de cuestiones.

Primero, las objetivas. El cuadro macroeconómico se ve afectado doblemente por el giro de utilidades y regalías al exterior. Por un lado, se hace más frágil el balance de divisas del país, que suele ser un componente muy sensible. Por otro lado, esas utilidades y regalías se restan al flujo de inversiones que reproducen y amplían la economía, obligando a buscar nuevas fuentes de inversión, situación que en el mundo central no solo no se da, sino que es la inversa, porque ese dinero va hacia las casas matrices.

Segundo: las subjetivas. Las decisiones de esas corporaciones afectan a toda la cadena de valor a la cual pertenecen. Instalar una terminal automotriz en un país significa también el aterrizaje de sus proveedores, sea porque la terminal inducirá a los competidores locales exitosos a venderles la fábrica o porque lisa y llanamente preferirá seguir comprando en el exterior. Las tareas de investigación y desarrollo, a su vez, no se trasladan a la periferia, ya que se siguen haciendo en unos pocos lugares del mundo central. Todas las decisiones estratégicas de cada corporación se toman considerando la rentabilidad global a alcanzar, no la de alguna fracción aislada; por lo que la capacidad de crecer de cada filial está vinculada a su posibilidad de aportar ganancia al conjunto, en términos de competencia con lo que logran las otras filiales. En la periferia esto implica una presión enorme a la baja sobre el valor de los salarios reales de los trabajadores.

Resumiendo: No es de ninguna manera una figura retórica señalar que en la periferia además de la concentración hay que tener en cuenta la dependencia. Los grandes nombres de la divulgación económica del mundo central no tienen a la dependencia en su foco. La heterodoxia criolla, lamentablemente, tampoco. De tal modo, se considera que se puede formular una propuesta viable y sustentable para un país sin afectar la estructura productiva, simplemente controlando o negociando sobre el abuso de posición dominante.

Breve explicación del origen del problema

La heterodoxia está enfrentándose a límites en su propuesta por dos razones diferentes. En el mundo central, las voces más difundidas tienen una aproximación limitada a los países centrales, que buscan extrapolar a la globalización, pero sin los aportes de los grandes teóricos de la dependencia de hace 50 años. En el mundo periférico, pareciera que hemos transitado tanto camino por situaciones de derrota y de resistencia que nos hemos acostumbrado a ellas, hasta cuando tenemos posibilidad de acceder a espacios de poder institucional. En el mejor de los casos, reconocemos la contradicción de operar sobre una estructura productiva hegemonizada por quienes tienen sus raíces fuera del país. Pero caemos en referencias casi melancólicas a una burguesía nacional que en rigor nunca existió y como rápidamente se concluye que no se puede reconstruir un sector social con esas míticas características, se deduce que hay que trabajar con lo que hay.

El punto es que esa resignación lleva a admitir una situación que no es meramente mediocre. Es una derrota segura, que se puede dilatar más o menos en el tiempo, pero sucede.  La dependencia hay que resolverla si es que queremos una mejor calidad de vida general. Y solo se la resuelve construyendo nuevos actores, que progresivamente se vayan instalando en el escenario económico y que persigan objetivos nuevos, tanto en cuanto a lo que aspiran como fruto de su trabajo, como a la relación entre los ciudadanos que ello implica. Eso es la producción popular y es un Estado que de intervención masiva a los ciudadanos en grandes proyectos productivos y de infraestructura. Lo estamos desarrollando y explicando en otros documentos, combinando teoría y ejemplos concretos. Francamente, no importa tanto la dimensión cuantitativa que esto tenga en una primera etapa. Sus efectos cualitativos son lo más descollante, por su capacidad de diseminación y por toda una línea de trabajo que queda marcada para la forma en que el Estado debe intervenir en la producción, por sí o por promoción de nuevas unidades de producción popular.

Emm/18.1.16

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