Al cabo de unos 10 años de la recuperación de la democracia política comenzó el proceso de extrañamiento de los partidos políticos, con reagrupamientos y alianzas de corta historia y aún más corta vida futura.
Las causas imputables son variadas pero creo legítimo poner énfasis central en un elemento crucial, aunque nada considerado.
Aquello de “achicar el Estado es agrandar la Nación” tuvo una influencia decisiva que no se descubre en forma inmediata. En efecto, reducir la importancia del Estado como productor directo de bienes o servicios o como regulador concreto de la actividad económica, a través de instituciones como el mítico Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI) o el Banco Industrial o tantas otras, no solo redujo el peso macroeconómico del Estado. Marcó un cambio sustancial en la composición del funcionariado, tanto en los primeros niveles, como en los cuadros secundarios y de apoyo.
Para administrar un ferrocarril o un Banco Industrial con políticas orientadas a la producción, llegando hasta los actores más pequeños, se requería funcionarios comprometidos con una idea política – no partidista, sino un concepto de Nación definido – y conocedores en profundidad del tema que manejaban. Hasta comienzos de la década de los ’70 del siglo pasado, toda la Administración Central y ni que decir de las empresas productoras operadas por el Estado dependían en alta medida de expertos que trabajaban allí desde décadas y que se habían formado de un modo tal que se hacían irremplazables, salvo a través del trasvasamiento generacional, que era de sentido común aplicarlo en todo ámbito, con similares exigencias de formación.
Achicar el Estado y encorsetarlo en tareas de control administrativo de la actividad privada, expulsó a los especialistas hacia otros espacios y abrió un ancho cauce para que los políticos profesionales se expandieran de lo legislativo a lo ejecutivo, llenando todos los espacios con una supuesta multifuncionalidad que en rigor escondía y esconde la tremenda pérdida de calidad de gestión pública de los últimos 40 años. Todo dirigente político – o amigo de ese dirigente – pasó a ser potencialmente apto para conducir un área de gobierno.
Una de las tantas victorias ideológicas del neoliberalismo de estos tiempos ha sido que la referida mutación haya sido casi inadvertida por la sociedad y hasta haya contaminado los reflejos del campo popular.
Las discusiones han pasado a ser desde entonces sobre la eficiencia o la probidad moral con que se administra una estructura pública cuya dimensión y alcances están congelados, definidos en una banda mucho más estrecha que en la inmediata posguerra.
En efecto, cuando se habla de la necesidad de un Estado fuerte se está haciendo referencia a una capacidad política de hacer frente a los poderes concentrados, no necesariamente a la expansión de roles ni a la formación técnica de sus cuadros.
Hasta cuando se ha hecho necesario ampliar funciones públicas, la dirigencia se ha movido con mayor comodidad trasladando allí cuadros políticos con poca experiencia en el tema a administrar o – como alternativa de peor calidad aún – apelando a técnicos supuestamente apolíticos, como sucedió cuando el Estado tomó el control accionario de YPF.
Este escenario achica enormemente las posibilidades de la discusión ideológica y lleva a la ciudadanía a debatir en qué figuras delega las responsabilidades de la administración, limitando su decisión por atributos personales más propios de campañas de venta de un jabón o un televisor antes que por un conjunto ordenado de ideas fuerza.
De allí a la evaporación de los partidos políticos había un paso y ese paso se recorrió.
Al presente, los argentinos votan por promesas vagas y genéricas, esbozadas en siglas tan caricaturescas como “Vamos juntos” o “Sigamos creciendo” o “Ahora todos”, detrás de las cuales las ideologías quedan ya no escondidas sino implícitas, porque ni siquiera los convocantes pueden explicitarlas de modo mínimamente convincente.
La historia, la memoria colectiva, pasan a ser accesorios prescindibles, porque la única línea de continuidad la marca la vida propia. El Estado es para las mayorías un mal a soportar y para una minoría activa, un espacio a ocupar, montados sobre la manipulación de las voluntades de los demás.
Nada bueno pasa por este camino. Se necesita promover una nueva mutación, esta vez desde la base social y no desde el poder concentrado.
Esto exige respeto por un marco ideológico, coherencia en los análisis y propuestas y finalmente, como ensamblaje superior, la disciplina de una organización política que crezca con normas internas que dejen atrás la manipulación de masas y busque de modo sistemático respetar las ideas y necesidades de los compañeros. Hay que pelear por recrear estos espacios.
Cuando la izquierda se divide noche por medio; cuando peronistas repudian el pejotismo, pero no muestran fuerza equivalente para crear estructuras políticas permanentes; solo se está siendo funcional al único espacio vencedor en este magma: el neoliberalismo, que se asienta en el poder económico y disfruta del vacío político.
Creo imprescindible recuperar el orgullo que sentí hace más de 50 años cuando llené la ficha de afiliación del peronismo. Esa ficha representaba una pertenencia trascendente, que se proyectaba en términos colectivos, como complemento necesario de lo que pudiera hacer en términos personales o familiares.
Ocupémonos. Hay que hacerlo.
Emm/12.10.17
Marcela Roccatagliata
Después de 25 años dedicadas a la función pública, con ideas e ideales, sin mezquindades partidarias, fui despedida por el CEO de turno del gobierno de Macri.
Esta nota a la que llegó a través del perfil de Twitter de Enrique Martínez se identifica con mi visión sobre la profesionalización de quienes conducen órganos y organismos públicos y el repudio al nepotismo y sus variantes.