¿Tenemos derechos económicos?

Hemos transitado décadas de discusión de nuestros derechos civiles. Seguramente movilizados por la terrible experiencia del genocidio organizado desde el Estado,  han sido muy duras pero valiosas etapas. Ellas nos llevaron primero al juicio y castigo a los culpables y luego a la menos lineal faceta de la consolidación de una serie de derechos, que van desde la identidad de género y el matrimonio igualitario, hasta una gama de situaciones que incluyen la actualización del Código Civil. Con todos los cuestionamientos que se pueden y deben hacer al funcionamiento de la justicia, cada argentino seguramente hoy tiene la sensación de que su derecho a ejercer su libertad ciudadana, así como su derecho a ser protegido por el Estado en sus flancos débiles, se ha esclarecido de manera continua, aunque todavía falte largo camino para ejercer plenamente esos derechos.

Todo eso es válido en el plano estrictamente civil. De ninguna manera podemos decir lo mismo en el plano económico, a pesar de que es evidente que el conjunto de derechos que aseguran nuestra calidad de vida son la suma de los civiles, los económicos o las dos cosas a la vez.

En efecto, si quien lee esto debiera enumerar sus derechos económicos, ¿qué escribiría? Probemos detallar los componentes de nuestra libertad económica y de nuestro espacio de protección económico.

¿En qué consiste nuestra libertad económica?

Es probable que siquiera nos hayamos hecho esta pregunta en nuestra vida. Porque en esta materia todo es determinismo: tenés que estudiar, si es posible egresar de la universidad; luego tenés que buscar empleo, si es posible en una empresa grande; tenés que manejarte con las reglas del lugar, competir con los demás trabajadores y llegarás así lo más alto posible. Dentro de esa lógica meritocrática y competitiva se inscriben todas las otras variantes, tanto las de los ganadores como las de los perdedores, que de los dos hay; muchos más por supuesto de los últimos.

En algunos casos, se renuncia a seguir la secuencia, pero en correspondencia también se renuncia a la búsqueda de una condición satisfactoria. Se admite la derrota en una competencia que nunca se produjo. Eso vale para la multitud de trabajadores independientes que construyen sus refugios laborales, con variada suerte.

En otros casos, no hace falta recorrer la senda meritocrática ni competir, porque el patrimonio heredado los pone en el lugar de los vencedores antes de comenzar a escribir un libreto laboral. El capitalismo globalizado, en su incesante marcha concentradora se ha encargado de definir el futuro de millones aún siquiera concebidos. La aterradora cifra suministrada por Thomas Piketty, cuando nos cuenta que el 40% del patrimonio mundial fue obtenido por herencia, muestra como pocas que la suerte parece echada en tal escenario.

En consecuencia, a los que no somos hijos del poder, ¿qué caminos nos quedan? ¿Será inexorable que debamos confundir trabajo con ingresos, dejando de lado rápidamente el placer de trabajar en algo a lo cual lo hayamos cargado de sentido comunitario y personal? En tal caso, ¿todo consistirá en buscar cómo recibir la mayor paga por la entrega de nuestro aporte físico y mental?  No podemos calificar esa situación de libertad económica, ni de libertad de trabajo, ni como socialmente justa. En rigor, lo distintivo del trabajo en los tiempos capitalistas no es la libertad – ni siquiera del artista – sino las características que tienen los vínculos que configuramos con patrones, subordinados, clientes, proveedores, consumidores de nuestro producto, el Estado. En cada uno de esos vínculos se establecen relaciones de subordinación o de dominación, que limitan nuestra libertad o en que limitamos la libertad de otro.

La clave de una mejor vida futura está en salir de la antinomia subordinación/dominación y construir ámbitos de cooperación. Inmediatamente, para que ese planteo no sea mera voluntad utópica, se hace necesario identificar como objetivo central un resultado que sea útil a todos los participantes, a la comunidad en su conjunto. No basta como razón para cooperar que se distribuyan de manera equitativa utilidades que puedan provenir de perjudicar a otro colectivo laboral o a consumidores. La razón profunda para cooperar es que el fruto de nuestro trabajo sea una mejor calidad de vida general.

Podríamos concluir como definición conceptual que la libertad económica de los ciudadanos puede tener varias formas, entre las que están los modos actuales de vincularse para trabajar, a elección de cada uno, pero debe comprender ineludiblemente – para validar lo anterior –  el derecho a trabajar de manera cooperativa para atender necesidades comunitarias. Esa forma de trabajar, que llamamos producción popular, debe además ser protegida de la posibilidad cierta que los modos actuales de producción busquen desplazarla. La protección, en el plano económico, va más allá – mucho más allá – de la jubilación o de la Asignación Universal por Hijo. Necesariamente, debe comprender un sistema que evite que cualquier actor dominante bloquee los vínculos entre productores y consumidores; que evite que cuestiones sociales como la producción de energía para las ciudades o la recolección de residuos se conviertan en negocios y automáticamente los problemas queden sin resolver; que asegure el acceso al crédito y a la tecnología, con la sola condición de la calidad de objetivos que movilicen las unidades productivas. Planteadas y resueltas esas cuestiones – recién entonces – podremos empezar a creer que contamos con derechos económicos.

Construir espacios de producción popular de alimentos, de indumentaria, de vivienda, de energía, de educación, de salud, de información, son los desafíos de quienes advirtamos que la democracia no se limita al campo de la política o de los derechos civiles; que si se omiten las facetas del trabajo creativo y productivo se está escondiendo la cabeza bajo la alfombra. Donde no hay democracia económica, con la posibilidad cierta de producción popular, a la corta o a la larga habrá reiterados y crecientes conflictos sociales, ya que la asimetría económica hará inútiles los derechos civiles por los que se pueda luchar como espejismos.

Emm/12.1.16

 

 

 

 

 

 

 


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