Vender el trabajo, comprar la vida

El capitalismo ha configurado una sociedad en que el objetivo superior es acumular capital. Esto ha generado una contradicción de base con la búsqueda de calidad de vida, ya que en tal escenario la gran mayoría de los ciudadanos actúa a la defensiva frente al poder del capital, vendiéndole su trabajo a los capitalistas, como condición necesaria para construir un proyecto personal o familiar.

Lo anterior puede analizarse en dos planos:

  1. La posibilidad de transformación profunda, que altere la hegemonía del capital y por ende reduzca la necesidad de atender de modo casi excluyente la forma de vender nuestro trabajo.
  2. Sin abandonar la vocación que lo anterior suceda, discutir las condiciones para defender el precio del trabajo.

El primer camino es el de la producción popular, que nos convoca de manera casi obsesiva, buceando en canales casi inexplorados. De un modo que se va ordenando, aunque falta bastante, hay mucho material en www.produccionpopular.org.ar

El segundo camino – que nos ocupará aquí – es el habitual para un ciudadano común. La forma de contar con ingresos – salariales o del trabajo independiente – que aumenten su valor real con el tiempo; la consiguiente preocupación por la inflación; la competencia en infinitas escaleras laborales en paralelo; son temas que ocupan buena parte de las horas activas y que generan una importante fracción de las enfermedades sociales actuales.

El liberalismo lo hace fácil: El trabajo de cada uno se venderá mejor en la medida que se compita con mayores atributos en el “mercado de trabajo”.  Quien demanda ese trabajo – el capitalista – es colocado en una suerte de estrado, es el juez que premia o castiga nuestro esfuerzo, sin que se le puedan asignar responsabilidades mayores, porque su misión es perseguir el objetivo superior: ganar plata.

Esa es una ficción construida por los ganadores del sistema. La realidad, por supuesto, es mucho más compleja.

Hay dos niveles de confrontación muy claros:

  1. Entre el capitalista y los trabajadores a los cuales contrata, alrededor del precio que se paga por el trabajo.
  2. Entre el trabajador y aquellos a quienes compra los bienes y servicios necesarios para su vida cotidiana. Hay multitud de ámbitos donde cada ciudadano debe decidir cómo aplica el dinero recibido al vender su trabajo.

El primer nivel es el hueso de los conflictos al interior del capitalismo, que en tanto no se logre dejar atrás este modo de producción, no deja dudas sobre la necesidad de operar acumulando fuerza a través de la organización y de la unidad de los trabajadores. Está pendiente – casi ignorada – la evaluación de las maneras de superar esta controversia de la forma más virtuosa deseable: eliminar la condición de mercancía del trabajo; la necesidad de vender trabajo.

El segundo nivel, en que el trabajador se pone el sombrero de consumidor, necesita ser profundizado en forma especial. En efecto, habitualmente se traslada aquí una suerte de resignación defensiva, que es propia de otro vínculo, el del empresario con sus trabajadores dependientes. Es que la concentración capitalista se ha instalado en todas las facetas de la economía y por supuesto también en la comercial. Ideas como la soberanía del consumidor son cada vez más asimilables a un chiste de pésimo gusto. Por lo tanto, a pesar que el consumidor tiene la libertad formal de aplicar su dinero de la manera que mejor le plazca, termina dependiendo hasta groseramente de la publicidad; de las decisiones de los hipermercados sobre qué productos exhiben en las góndolas; de las formas de financiación que otros establecen. Su posibilidad de elegir se adormece inexorablemente y se podría decir que entra en una hibernación prolongada.

Sin embargo, es necesario prestar especial atención al hecho que los ciudadanos tienen objetivamente más libertad de elegir cuando se asumen como consumidores que cuando son trabajadores. Recuperar en términos efectivos esa libertad, es un componente necesario para trasladar la demanda de libertad y democracia al mercado de trabajo y finalmente para conseguir el derecho de pensar y actuar sobre la viabilidad de la producción popular.

¿Cuáles serían los criterios que ayudarían a los ciudadanos a mejorar su autonomía como consumidores?

Es muy simple y directo: Tomar distancia de los componentes más típicos del capitalismo en cada cadena de valor, que son aquellos que tienen como interés muy dominante y hasta excluyente ganar dinero, para vincularse de la manera más cercana a quienes producen los bienes y servicios, quienes son capaces de enamorarse de tareas que les sirven para acceder al mercado, pero con las que atienden necesidades comunitarias.

Sostener la importancia de la relación cercana entre productor y consumidor, no apunta simplemente a que éste último consiga una hortaliza más fresca o barata, o pueda indicar algo sobre su vestimenta antes que ella se termine de confeccionar. Es, además de eso, agregar sentido al uso del poder de compra; fortalecer al generador del bien, en lugar de quienes el capitalismo ha permitido que se constituyan en decisores de nuestra calidad de vida, simplemente comprando y vendiendo, a puro poder económico.

Una consigna como Mas Cerca es Más Justo, se convierte de tal modo en una propuesta de libertad de decisiones para los consumidores, que a su vez fortalece a un tipo de productores a los cuales el capitalismo obliga a retroceder de manera sistemática, hasta llegar a la desaparición. Aplicada con continuidad y método, una consigna así genera una espiral virtuosa y dinámica que suma trabajadores convertidos en consumidores, que a su vez se piensan de otra manera como trabajadores y convocan a otros consumidores, en una sucesión que no se detiene.

Subirse a este carro significa aumentar el control sobre nuestras vidas, lo que invita luego a continuar ese camino. Así va.

Instituto para la Producción Popular

6.2.17


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