Del mito de la abundancia a crear nuevos escenarios

La Argentina no produce alimentos para 400 millones de habitantes. El mito, que se ha repetido con frecuencia en los últimos años, proviene de la cantidad de proteínas que -se calcula- suman los alimentos producidos en el país, pero el monocultivo de soja y el maíz (más del 65% de la superficie sembrada), casi no tienen destino de consumo humano.

Por otra parte, no hay suficiente variedad a escala en la producción como para asegurar una dieta que contemple las necesidades nutricionales de la población.

Ese espejismo de abundancia recuerda otro eslogan, famoso hace algunas décadas: “Con una buena cosecha nos salvamos”. La realidad es que la producción de alimentos en la Argentina está en crisis aún con buenas cosechas y que la emergencia alimentaria es tal, que su vigencia fue prorrogada por el Congreso hasta diciembre de 2022, medida que fue aprobada meses antes de que la pandemia agravara ese problema.

Es lógico que esa situación angustiante para millones de argentinos lleve a preguntarse de qué forma se podría revertir este estado de cosas, más allá de la atención de la urgencia en el corto plazo.

Hay una fuerte coincidencia en el diagnóstico entre quienes se oponen a las políticas neoliberales: una producción muy concentrada en pocas empresas y orientada exclusivamente al negocio, es en gran medida el modelo responsable de los problemas alimentarios. Si el problema es la concentración, la solución lógica debería ser la desconcentración. El papel del Estado, entonces, adquiere una importancia central para avanzar en la dirección de una alternativa económica más democrática que ese poder concentrado.

Allí aparece un menú variado de propuestas y demandas que tienen amplio consenso en las organizaciones sociales y en el resto de los espacios enrolados en la economía popular. Se reclama el impulso de políticas para atender necesidades sociales insatisfechas como la vivienda, el ambiente, la vestimenta, el cuidado y, claro, la alimentación. Se coincide en la necesidad de mercados populares y ferias, la creación de cinturones hortícolas a nivel comunal, la proliferación de circuitos cortos que acerquen a productores y consumidores por fuera de la especulación de los intermediarios.

Son nuevos caminos que llevan poco más de una década desarrollándose de forma autogestionada o con algunos apoyos estatales ocasionales, que no constituyen por ahora una estrategia que persiga la meta de modificar la estructura desigual que ha llevado a la Argentina a confrontar con su realidad de país en emergencia alimentaria.

Lejos del mito del alimento para 400 millones, del “granero del mundo” y de la abundancia inagotable.

La situación lleva a plantearse algunos interrogantes básicos que deberían ser parte del debate sobre la forma de encarar una auténtica solución a mediano y largo plazo: ¿qué alimentos debería producir la Argentina, cómo debería producirlos, qué medidas deberían tomarse para que esa producción sea sostenible y cómo convertir ese cambio en un proyecto de trabajo digno y con posibilidades para miles de productores familiares, cooperativas y productores con vocación popular de pequeña y mediana escala?

El camino de la producción popular

En la columna «Ideas para recuperar el derecho a comer», el coordinador del Instituto para la Producción Popular (IPP), Enrique Martínez, advierte sobre la situación de los consumidores frente a los alimentos: “Encima de acceder a una oferta cada vez más condicionada, la concentración y la intermediación ganan todo espacio posible siguiendo una vez más las reglas básicas del capitalismo”. La decisión sobre cómo alimentarse está cada vez más lejos de la comunidad y queda -cada vez más- en manos del negocio.

¿Qué se puede hacer? Martínez propone “construir escenarios nuevos”.

Esos nuevos caminos, desde el punto de vista de la producción popular tienen una primera condición esencial: en la cadena de valor nadie debe apropiarse de parte del valor agregado por otro a causa de ejercer un poder. Con esa lógica se establece una condición que sirve para orientar estratégicamente cualquier experiencia que se quiera poner en práctica.

Instalar mercados populares, sí, pero con acceso exclusivo para productores directos locales, regionales o nacionales, sin intermediarios de ningún tipo.

Generar cinturones hortícolas locales, sí, pero con acceso a la tecnología y la capacitación para mejorar los cultivos y sostener el proceso productivo.

Buscar alternativas a los oligopolios formadores de precios, sí, pero mediante un plan financiado por los municipios y la comunidad para instalar plantas locales de producción de leche fluida o pollos.

Fomentar la creación de ámbitos de comercialización por fuera de los supermercados, sí, pero con vocación de beneficio mutuo entre productores y consumidores, en municipios, sindicatos, mutuales, clubes y otras alternativas actuando como distribuidores solidarios locales de los productores populares.

En definitiva, se trata de que al pequeño productor se le permita ejercer su derecho económico a la tierra, a la tecnología y al capital en igualdad de condiciones para que pueda tener todas las herramientas que necesita para participar en la economía, sin ser explotado por intermediarios y grandes empresas que abusan de su posición dominante.

Al mismo tiempo, la propuesta debe impulsar a los consumidores a abandonar el lugar de espectadores maltratados en el que los ubicó el negocio alimentario desde hace décadas. Una nueva cultura en la que una parte del ahorro comunitario se vuelque a la producción popular atendiendo necesidades sociales, y la participación comunitaria en la organización de centros de consumo cambiarían, sin dudas, las reglas de juego y facilitarían un cambio profundo en el mercado de los alimentos.

El otro actor ineludible es el Estado. No en el papel estático de subsidiar a los sectores populares con planes que no han logrado sacar a los beneficiarios de la pobreza. Un Estado dinámico que actúe como capitalista social, financie proyectos comunitarios e impulse los nuevos caminos propuestos, acompañando su crecimiento, podría incluso recuperar una parte de la inversión y cambiar, en el mediano plazo, las políticas asistencialistas por políticas productivistas que permitan generar trabajo digno y sustentable.

¿Seremos capaces de afrontar el desafío?

Eduardo Blanco

Instituto para la Producción Popular

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