La conciencia popular

Hace décadas que sobrevuela por la política argentina un silogismo que ya ha adquirido la categoría de mito. Sería algo así:

1 – El peronismo expresa la vocación de mejora de la justicia social.

2 – Aquellos que viven y trabajan en situaciones injustas aspiran a superar tales escenarios.

3 – El peronismo, en consecuencia, representa a los que tienen necesidades insatisfechas, a los más pobres, a los excluidos.

Esta secuencia tan determinista, viene siendo jaqueada hace años, por resultados electorales que no resultan explicables en tal marco, salvo que se apele – y se apela – a psicologismos como la ingratitud, la baja capacidad de los ciudadanos para reconocer sus avances y argumentos similares, que ponen el problema en los votantes, candidatos a equivocarse una y otra vez, eligiendo contra sus propios intereses.

El problema está en el silogismo, que hace agua por todos lados. La validez de esa secuencia fue fruto de un período histórico – 1943/55 – en que la acumulación de subjetividad social transformadora fue la herramienta más poderosa a disposición del Gobierno para concretar los cambios estructurales del período, que convertían en real la movilidad social ascendente, la presencia popular orgánica en la política institucional, la educación popular y la salud al alcance de todos.

Sesenta años después el mundo es diferente. La Argentina es diferente.

La aterradora hegemonía del capital financiero a escala global; la concentración productiva y de patrimonios convertida en ley natural del capitalismo; son solo los dos factores más importantes que obligan a pensar marcos nuevos en que podríamos aspirar a una vida digna a escala ciudadana.

Los subproductos del deterioro general son varios. Ante todo, que siguiendo la tendencia a la concentración en otros planos, la representación política ha perdido todo matiz participativo. La dirigencia se auto perpetúa en contextos delegativos, cuyo mensaje es claro: “Vos votá y yo me ocupo”.

Como además el silogismo/mito anda siempre por ahí, brotan como hongos debajo de los árboles podridos los dirigentes con títulos peronistas, bandas de aventureros de variada permanencia e igual destino: la defraudación. El supuesto rótulo de pertenencia, avalado en el marketing, la manipulación, las frases vacías de contenido, toma mayor peso que los principios o el compromiso popular.

El resultado es una degradación global, porque la imposibilidad de separar la paja del trigo convierte en titánica la tarea de quienes buscan honestamente encuadrarse en conceptos y en compromisos concretos. Claudio Bonadío, el Papa, Diego Santilli o Sergio Massa son todos peronistas, en un ridículo fin de ciclo al cual no debemos seguir contribuyendo un solo minuto.

La primera frase del silogismo pierde todo sentido, porque no se puede caracterizar y mucho menos corporizar la dirigencia peronista y el peronismo en versión presente. Más delicada aún y de más complejo análisis resulta la discusión de la segunda frase: “Aquellos que viven y trabajan en situaciones injustas aspiran a superar tales escenarios”.

La “acumulación de subjetividad transformadora”, frase que invito a macerar e incorporar al marco de modo permanente, llegó al pico máximo en 1955. Desde entonces, fueron muchas más las derrotas populares que los triunfos, tanto en número como en la violencia del retroceso, con el capital financiero a toda orquesta y el derecho a la explotación de todo orden formando parte de los escenarios naturales de la economía y la sociedad.

Desde hace más de una generación, quienes se suman al trabajo, lo hacen en situaciones de disparidad de poder relativo abrumadoras. Hoy hay más de 12 millones de pobres en el país y la fracción económicamente activa de esa población es probable que trabaje como empleada/o domestica/o, obrero de la construcción, tareas rurales o empleados de comercio minorista, además de varias otras similares pero de menor cuantía estadística.

En todas ellas el trabajador es “tomador de condiciones de trabajo”. Nada es lo que puede definir ni negociar. Lo toma o lo deja y su vida debe adaptarse a condiciones ya fijadas. Realmente, queda fuera del imaginario de esos compatriotas la expectativa de algún progreso lineal en sus condiciones de vida, que no tenga que ver con los pequeños detalles de mejora patrimonial dependientes del esfuerzo personal.

Cuando allá lejos, en la cúpula de un gobierno, aparece la voluntad de ayudar a mejorar la situación, es inevitable que esas mejoras – cuando se concretan – se vivan como circunstanciales y con alta probabilidad de ser reversibles. Un subsidio llega y se puede ir; una mejora salarial transitoria o permanente dependerá siempre – en la mirada del dependiente – de una buena voluntad del poderoso o de pujas de las que el trabajador no participa.

Hasta se naturaliza la idea de que subsidiar un consumo público es un hecho malsano, que nos perjudica a todos. El pobre no tiene plata para pagar la energía que recibe, pero su derecho a reclamar por eso es socialmente nulo y pasa a admitirlo como un dato más de su contexto. Como mirada sintetizadora, es inimaginable creer que haya una fracción activa para recuperar movilidad social, en un país cuyo pico máximo de salario real se registró en 1974, patético hito demostrativo de la derrota popular reiterada.

La interpretación de lo antedicho no debiera ser que la desesperanza llena todos los espacios y que los humildes no tienen vocación de mejora y de pelear por ella. Lo que busco, en verdad, es desmitificar el principio del alineamiento automático detrás del discurso del Estado de Bienestar, cuando no menos de 40 años de historia muestran la fragilidad de los resultados prácticos de ese discurso.

La “acumulación de subjetividad transformadora” fue posible antes de 1955 cuando un lote en el conurbano se podía comprar en 120 cuotas sin interés; cuando construir la vivienda propia en ese lote era posible con créditos oficiales a tasa negativa sobre la inflación; cuando un denso sistema de formación técnica y una universidad obrera – luego UTN – daban acceso a múltiples formas de integración en un tejido industrial que ganaba densidad día a día; cuando aparecía una escuela en cada rincón del país. Esas eran realidades tangibles, de difícil reversibilidad y donde los ciudadanos eran protagonistas. Construían su futuro y el de sus hijos.

Hoy, subsidiar la energía eléctrica o el gas a trabajadores que viven una realidad laboral con asimetría de poder absoluta respecto de sus empleadores, se toma como un hecho circunstancial, aunque a los decisores políticos eso no les guste advertirlo o escucharlo. Enfatizar planes de crédito para vivienda como el Procrear, que dieron impulso a la especulación en tierra urbana, poniendo el acceso bien lejos del alcance de los más pobres, no hace más que confirmar la visión de una estructura social rígida, donde millones no pueden mirar hacia arriba.

Desentenderse de todo estímulo real y permanente a las cooperativas de empresas recuperadas por los trabajadores a partir de la falencia de sus empresarios; considerar como normal el trabajo golondrina, eliminable a través de mejoras estructurales en los pueblos de los que surge esa oferta laboral ; agregar cada día un obstáculo más a la creación de cooperativas de construcción o de producción industrial, consideradas enemigas por las cúpulas sindicales; no tomar iniciativa alguna que reduzca la intermediación ociosa en las cadenas de valor de bienes básicos, con lo que se facilitaría el contacto de productores y consumidores y una mayor apropiación de valor agregado por los primeros; considerar meramente asistencial el espasmódico apoyo a la agricultura familiar; son solo algunos ejemplos relevantes de la pérdida de legitimidad de la dirigencia política que cree representar al campo popular, para reclamar que está aportando a la acumulación de subjetividad transformadora.

Nadie – seguro los humildes menos que nadie – quiere decidir el futuro político en contra de sus intereses.

Simplemente – muy dolorosamente – la política somete hoy a millones y millones a la manipulación de los poderosos y sus cantos de sirena, en conflicto con la contra manipulación y el marketing de dirigentes de dudoso origen popular y mucho más dudoso futuro. En ese tornado, los compatriotas se agarran a lo que pueden, sabiendo que recibirán o se les quitará más allá de su voluntad.

Pocas síntesis más rotundas de la confusión y el deterioro, que un mensaje repetido hasta el cansancio, de la Intendenta del partido más populoso y humilde de la provincia de Buenos Aires proclamando su esfuerzo por aumentar la presencia policial en su territorio. Obsesión por cuidar los harapos, sin ningún plan a la vista por convertir esos harapos en vestimenta digna.

De lo antedicho se deduce la falta de contenido de esa afirmación que sostiene la representatividad del peronismo en los sectores más humildes. Esto hoy no es cierto, a menos que se llame así a los aparatos electorales, que no es de lo que estamos hablando. Puede reconstruirse la idea. Pero para ello se necesita actualizar de verdad el ideario del peronismo, en este contexto muy duro que imponen la globalización productiva, comercial y financiera.

Se necesita asumir los límites del Estado de Bienestar, aquel que mejora condiciones relativas de la población aplicando el concepto del derrame inducido, sin encarar transformaciones estructurales. Se necesita advertir que por supuesto la historia no se mueve según nuestros deseos lineales, hay que repensar estrategias y tácticas, pero en todo caso no se debe considerar a las cosas aquello que no son. Se puede concebir e implementar un estado de bienestar, si el campo popular se recupera de una derrota, pero si dentro de ese proceso no emerge un proyecto de estado transformador, que busque modificar estructuras y acumular subjetividades masivas que sustenten esos cambios, es inexorable volver a andar por la calesita que nos lleva al neoliberalismo.

Para peor, muchos caerán en la tentación de echarle la culpa a los representados, que han pasado a serlo solo en teoría.

Enrique M. Martínez

12.12.17

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