( Enrique M. Martínez Instituto para la Producción Popular ) Estos meses hablamos mucho de los servicios esenciales. De tal modo, es esencial todo lo vinculado a la salud, con o sin crisis sanitaria. También es esencial que los y las niñas y adolescentes cuenten con una educación adecuada. En situaciones de traumatismo social profundo, como la actual, dos servicios esenciales podrían entrar en conflicto. La necesidad de aislamiento físico, por caso, puede ser contraproducente con la prestación de la enseñanza. La solución de ese problema es, como sabemos, la educación a distancia. Como consecuencia, la conectividad moderna debe ser considerada un servicio esencial, aunque antes no se la tomara así. Esa lógica construye espacios sociales vinculados, que se articulan en una red de servicios esenciales.
La salud es prevención; tratamiento; cuidado de enfermos en instituciones y en domicilios; es alimentación adecuada.
La educación es un sistema de primera infancia; las etapas de formación posteriores; la conectividad informática; la vinculación con la realidad económica y social.
Ahora bien, admitir ese vínculo diseminado entre cuestiones esenciales, ¿las convierte en un derecho? O sea: ¿Todo y toda ciudadana tiene el derecho de disponer de un servicio que se considere esencial?
Podemos admitir sin ninguna vacilación que eso es así, porque de lo contrario, ¿qué otra cosa podría significar un servicio esencial?
Sea. Entonces, quiere decir que cada uno de nosotros ejerce ese derecho, al menos respecto de aquellos eslabones admitidos antes de la crisis sanitaria.
No es así. Lo anterior no es cierto.
El sistema de prevención de enfermedades, tratamiento de patologías, cuidado de enfermos, es muy desparejo en la Argentina y en amplia geografía es insuficiente.
Lo mismo se puede decir de cada eslabón del sistema educativo.
El mismo análisis se puede extender a otros frentes esenciales, como la energía, el transporte, la infraestructura urbana.
En consecuencia, la comunidad argentina toda debería estar revisando como se brinda cada uno de los servicios esenciales y haciendo planes locales, regionales o nacionales para asegurar su disponibilidad universal.
No solo no pasa eso, sino que la prestación de una parte importante de esos serviciosha sido históricamente delegada a actores privados, sin siquiera considerar que se trata de áreas que están fuera del mercado, que no son negocios y que la meta central es llegar a estar disponibles para todos los habitantes, en todo lugar.
De tal manera, se ha construido por décadas un sistema de servicios esenciales donde el Estado es prestador solo parcial, asumiendo primordialmente la responsabilidad de controlar prestadores privados, que se encuentran en permanente conflicto entre su vocación de capitalistas que buscan maximizar su ganancia y la responsabilidad de llegar a todos, en su carácter de servidores.
Cada área que se suma a este escenario, trae en su mochila este conflicto implícito, que tiene aristas más duras cuanto mayor es el tiempo transcurrido desde que el servicio se brinda en términos puramente capitalistas, sin instalarlo como esencial.
Tanto se ha naturalizado esta contratación a terceros, que buena parte de la ciudadanía considera que los servicios se han concesionado y las relaciones contractuales entre el Estado y los prestadores tienden a reflejar esa figura, que es una distorsión peligrosa del objetivo antes expuesto. Es como si el consorcio de un edificio delegara en el administrador todas las decisiones que hacen a la vida en común, como si éste fuera en la práctica el dueño del edificio.
Imaginemos como aumenta la complejidad del conflicto cuando se decide tardíamente sobre un servicio esencial, como sucede con la telefonía móvil o internet.
La vida política y social ha llegado a un estadio que hace imprescindible revisar y reformular todo este conjunto de relaciones público, privadas, ciudadanas.
Hasta la década del ´70 en el siglo pasado, en cualquier documento del peronismo se sostenía que los monopolios naturales debían ser administrados por el Estado, como manera de evitar los abusos propios de una posición económica dominante. Este argumento hemos entendido, con el paso de las décadas, que era válido, pero tenía y tiene la limitación de ser expuesto en un marco donde las reglas de la economía son las que definen las conductas de los individuos, de las organizaciones sociales y del propio Estado.
Medio siglo después y a pesar del vendaval neoliberal (tal vez a consecuencia de soportarlo), podemos pasar a entender que estructurar una sociedad humana a partir de las necesidades colectivas tiene más sentido, es más suntentable y permanente.
Allí es donde aparece y se instala con fuerza el concepto de servicio esencial. Es en ese marco donde hay sociedades que no solo asumen con facilidad que la telefonía por cable o internet son servicios esenciales, sino que pasan a discutir sus redes de transporte y plantearse la factibilidad de que algunos desplazamientos ciudadanos deban y puedan ser gratuitos. Y tantas otras cuestiones enriquecedoras.
Esa es la discusión necesaria en la Argentina. Se aleja de la posible presión política de un prestador para que sus tarifas, sean de medicina privada, de celular, de energía eléctrica o de gas, evolucionen como si fueran un negocio.
Se trata de un debate de naturaleza cualitativa básica. O los servicios sociales los presta el Estado o subcontrata a empresas para que lo hagan, del mismo modo que quien construye un edificio llama a un techista o a un plomero para tareas específicas, sin delegar ningún poder sobre cómo es el edificio ni quienes viven en él.
Se debe transitar desde el sistema de valores actual, donde los capitalistas consideran que lo central es su negocio, hacia ámbitos donde la atención eficiente de las necesidades comunitarias sea la regla, con los cambios necesarios en las relaciones contractuales y en los comportamientos tanto del Estado como de los contratados como prestadores, supervisados por los prestatarios. Será complejo seguramente. Pero una vez más, es la hora de los pueblos. O no habrá calma.
Ana Mc Loughlin
O sea, lo que propones son servicios mas atrasados, mas ineficientes, gestionados por un estado monstruo, sobredimensionado y que no administra NADA bien? Y quien tiene autoridad moral en este gobierno para eso?
Paso!