Levantemos las barreras

Esta es la primera nota de lo que se espera sea una serie regular, y la primera obligación es justificar el título de la sección. Aquí nos ocuparemos de la producción popular en sentido amplio; de todos aquellos bienes o servicios que estén al alcance de organizaciones locales, cooperativas o no, y que satisfagan demandas socialmente necesarias. Nuestro prejuicio es que si esta idea –»la producción popular»– hubiera estado presente en el título, muchos de los que están leyendo esta introducción habrían seguido de largo. Habrían pensado que se expondría sobre algunas de las formas asistenciales o folklóricas de abordaje, que son tan habituales, que ponen a la producción diseminada por el cuerpo social como resabio de un tiempo pre capitalista, que no soporta la confrontación con la nueva economía global.

No es ese el planteo aquí. Muy lejos de esa mirada. Por el contrario, intentamos mostrar las trabas o la falta de atención que nuestra ignorancia colectiva y/o el accionar de los más poderosos, han puesto para el desarrollo de infinidad de iniciativas que podrían concretarse desde el colectivo social más elemental. La economía se ha ido concentrando por décadas; parte de esa concentración se ha visto reflejada en reglamentaciones o en sesgos promocionales que dificultan la actividad de los más pequeños; hasta que las mayorías han llegado a creer que la estructura productiva actual es la que se puede y por lo tanto debe ser así.

La consecuencia central de esa lógica se despliega en dos facetas: Por un lado, la satisfacción de nuestras necesidades básicas queda a cargo de un puñado de empresas, con las cuales parece no quedar otra que negociar, para que nos embromen lo menos posible. Por el otro, quedan demandas comunitarias sin atender, porque no aparece un negocio asociado a ellas, sobre todo en aspectos ambientales y de infraestructura. Aquí iremos analizando aspectos de esta inmensa telaraña invisible, que nos deja inermes o en el mejor de los casos como espectadores de una puja entre las corporaciones y el Estado, que busca representar a los consumidores,  pero jugando partidos en una cancha productiva donde no hay aliados del común, lo cual nos coloca inexorablemente a la defensiva.

Se trata, en suma, de bregar por la democracia económica, desde una combinación de teoría y práctica, analizando casos concretos que refuercen nuestro bagaje argumental. Veamos un primer caso.

La industria alimenticia en pequeña escala se expresa en producción de quesos, embutidos, mermeladas, encurtidos o en la faena y elaboración de cabritos, cerdos o llamas, en un listado no excluyente. Sin temor a exagerar se podría decir que cada pueblo de cada provincia argentina tiene productores de varios de los alimentos mencionados. Sin embargo, en los supermercados de esos mismos pueblos rara vez están los productos locales. Ni qué decir de su presencia en otras ciudades o en otras provincias. Hay obvias dificultades de logística que impiden a un pequeño productor estar en la misa y en la procesión. Pero hay una dificultad mayor, que bloquea por completo, la aparición de posibles organizaciones de distribución que amplíen el espectro de oferta alimenticia: es la tortuosa reglamentación sanitaria, que apenas se bucea tiene influencias decisivas de las grandes empresas.

La salud de la población es el argumento central, que pronto se entiende como una excusa. Hay reglamentos para mataderos, por ejemplo, de habilitación rural, municipal, provincial y nacional. El producto admisible en la mesa de un pueblo, deja de serlo si se lo llevara a 50 kilómetros de distancia. El resultado es que el ganadero vende el ganado en pie o que parte de la carne de un matadero municipal es disfrazada de propia por quien tiene una habilitación de mayor jerarquía, con el consiguiente beneficio espurio a cambio de ningún agregado de valor.

Más notorio es el caso de una mermelada. Es un producto cuya conservación es fácil de conseguir, por un tiempo muy prolongado. En una provincia, sin embargo, se consigue con cierta facilidad la habilitación municipal. Para vender en otro municipio es un drama. En Buenos Aires, para eso hay que hacer un trámite en La Plata, que para cada tipo de mermelada o encurtido –es habitual que una pequeña empresa tenga más de 50 productos– cuesta más de 5000 pesos. Y basta modificar un componente para tener que rehacer todo el trámite. Conclusión: apenas una pequeña fracción completa el trámite y el resto vende en su pueblo o en ferias itinerantes, con etiquetas precarias, siempre al borde la multa, cuando lo que falla es la reglamentación.

Los cabritos cordobeses vendidos casa por casa; los quesos caseros entrerrianos ofrecidos en la ruta; la masa de mozzarella que transita por la noche para terminar clandestina en pizzerías del Gran Buenos Aires; no son la expresión del «pobrerío que se las rebusca». Son, en cambio, la evidencia de un sistema de normas que detrás de la fachada de la salud pública, protege a quien tiene más poder económico y hace invisibles a miles de productores que podrían expandir y diversificar la oferta, encuadrados en normas sanitarias sensatas, controladas a nivel municipal y que les habiliten por ello al tránsito nacional.

No hay escenario más claro para llevar a la práctica la repetida consigna de la igualdad de oportunidades que éste. Diseminar el sistema de control y habilitación bromatológica, equipando laboratorios de escala razonable para cada ciudad mayor de 200 mil habitantes o para cada agrupación espacial de dimensión razonable, adaptando la escala a cada realidad provincial, permitiría otorgar con toda tranquilidad conceptual habilitaciones nacionales para miles de productores que vienen mascando el freno por generaciones.

En este caso, el camino es simple. Decidirse y ya.

Publicada en Tiempo Argentino, el 6 de marzo de 2014.

 


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