La resignación, nuestra enemiga común

“A path appears – Tansforming lives, creating opportunity “ (Aparece un sendero – Transformando vidas creando oportunidades) de Nicholas Kristof y Sheryl Wudunn, es un típico libro de cierta escuela sociológica norteamericana, que evita los axiomas y las definiciones ideológicas tajantes. Todo lo que se afirma busca fundamentarse en experiencias de campo, en estudios de conducta de personas y grupos, con la mayor cantidad de resultados que se puedan medir.

En este caso, se busca aclarar qué acciones ayudan a reducir la pobreza y aumentar la inclusión y cuales otras son espejismos.

En el capítulo 8, que forma parte de la sección de diagnóstico y a la vez de inducción de algunas ideas fuerza que permitan ordenar propuestas en una sección posterior, se analiza el llamado comportamiento auto destructivo de quienes están en la trampa de la pobreza extrema y permanente. Allí se cuenta que el promedio de los más pobres del mundo gastan 2% de sus magros ingresos en educación de sus hijos. Pero en Papua Nueva Guinea una familia tipo gasta el doble de eso en alcohol y tabaco del hombre jefe de familia; en Udalpur (India) la proporción es 3 veces y en Guatemala hasta 4 veces. ¿Cómo se explica eso?

Los autores lo explican – y fundamentan en variadas experiencias – a partir de la pérdida de esperanza de salir de esa condición extrema. Textualmente: “En la condición humana está embebida una necesidad de alegría, entretenimiento y compañía, así sea como alivio de corto plazo a la miseria permanente. Cuando es pobre, mucha gente se siente encerrada en una trayectoria de desesperanza y muchas veces responde de modos que hacen a esa desesperanza auto cumplida y la transmiten a la generación siguiente.”

Con los debidos recaudos, el libro refuerza el concepto con una serie de experiencias con animales – perros, concretamente – en la década de 1960 en la Universidad de Pennsylvania. Allí, se sometía a los pobres bichos a una serie de shocks eléctricos de manera repetida, a los que se acostumbraban de tal modo que aun abriendo la puerta de su jaula no escapaban. En una segunda etapa se agregaba un dispositivo que el perro podía actuar con su nariz y detener los shocks. Cuando lo aprendía, interrumpía su tormento y al poco tiempo salía de la jaula.

La aparición de la esperanza es un componente necesario para poder pensar salidas. Justamente la discusión central en la que se embarcan luego los autores es cómo se ayuda a construir ese valor al interior de compatriotas, los que no se puede esperar tengan reacciones típicas de “actores racionales de mercado”, como imaginaría un pensador neoliberal.

En otra ocasión podremos profundizar la discusión de sus propuestas. Aquí me interesa entender y compartir hasta donde la resignación a vivir en condiciones no satisfactorias, de variada dimensión de indignidad o de incomodidad, forma parte de nuestro escenario social y político moderno en la Argentina y no se limita a una patología de la pobreza extrema.

Veamos la ciudad de Buenos Aires, por ejemplo. Es una ciudad con más de 250.000 personas que viven en villas de emergencia, hoteles precarios o casas tomadas; donde el 33% de los habitantes alquila su vivienda; donde hay más de 600.000 jubilados, con la gran mayoría de ellos cobrando el valor mínimo. La escuela pública no está garantizada para todos; el sistema de salud pública está sobre demandado; los cortes de energía eléctrica son la norma más que la excepción; el traslado de un punto a otro es un desafío. En síntesis: se vive mal.

¿Cómo se explica entonces que cuando se trata de elegir quien maneja el Estado local se elija – y se reelija – una propuesta que se puede resumir sosteniendo que hay que dejar todo como está y actuar como lo haría un administrador de consorcio, mejorando algunos aspectos operativos pero sin cambiar estructura alguna? Eso sería razonable para el 15/20% de la población, que forma parte de los ganadores estables del sistema, pero no para más de un 40% de los habitantes de la ciudad. Tiene una explicación con dos facetas:

  1. La resignación de muchos “perdedores” a aceptar que de la política no vendrá solución alguna y que un manejo del gobierno por un conjunto de ex gerentes de empresas al menos podrá evitar que las cosas empeoren.
  2. La impresión que las propuestas alternativas se limitan a decir que ellos lo harían mejor, discurso escuchado por generaciones y siempre más falso que verdadero.

No les falta razón a esos compatriotas, mirando desde su desesperanza. El punto es que la salida justamente está en la capacidad de reconstruir la esperanza en los que están mal. Y eso significa ayudarlos a ser protagonistas de esa recuperación, lo cual difiere mucho de la convocatoria a cambiar aquél en quien deleguen su confianza. Se trata de crear ámbitos donde esos compatriotas crean que hay salida y buena parte del camino lo recorran ellos. Es participación, no delegación. No es “síganme” travestido de mil maneras, sino “hagamos y hagan” en un marco contenido por el Estado, que permita ganar confianza a través de cada logro, de cada paso.

Este desafío no es comprendido por mucha de la dirigencia política que confronta con el PRO. Buena parte del FpV mismo cae en esa trampa de acusar al PRO de errores instrumentales, cuando el problema es de concepción estructural. Si hubiera más subtes o menos basura en las calles el problema cualitativo para gran parte de la población sería el mismo.

Hay un tercer plano social – además de la pobreza extrema y el voto de clase media y popular en CABA – que sirve para ejemplificar como nos afecta la resignación ante aquellos que consideramos inmodificable. Es el análisis de la economía.
El período que comenzó en 2003 creyó con fuerza que la condición de los sectores populares podía mejorarse fortaleciendo el mercado interno y subsidiando consumos o ingresos de los que menos tienen o pueden. Se siguió ese camino con tenacidad y continuidad y se consiguió mejoras notorias en la condición de vida popular. Sin embargo, hace unos pocos años comenzaron a quedar en evidencia limitaciones del intento, que frenaron el crecimiento general y también el del ingreso de los más humildes; que reinstalaron la restricción externa y la inflación en el escenario, cuando se consideraba que eran dos aspectos superados o al menos controlados.

A diferencia de otras épocas, hay numerosos economistas jóvenes, y no tanto, que comparten la vocación de justicia social explicitada por el gobierno. Sin embargo, es casi nula la asociación de las dificultades de estos últimos años con la hegemonía multinacional en la producción, el comercio nacional e internacional y las finanzas. Esa hegemonía:

  1. Disminuye la tasa de inversión por el giro de utilidades al exterior.
  2. Refuerza cualquier tendencia inflacionaria por el control que esas empresas tienen sobre los sectores en que operan.
  3. Debilita el tejido industrial – y con ello el empleo – porque en cada cadena de valor se importan materiales y componentes por intereses de cada corporación, sin vocación de sustitución de importaciones.
  4. Agrava la restricción externa por lo antedicho y además por prohibición de exportar por parte de varias casas matrices.
  5. Debilita la innovación porque las filiales de multinacionales no invierten en investigación en el país.

El conjunto de esos factores negativos no puede ser soslayado y lleva a la necesidad de pensar estrategias para trasladar producciones y servicios a manos nacionales, en las más diversas combinaciones público privadas, como condición para tener una adecuada dinámica de desarrollo. Es muy evidente. ¿Por qué se cuentan con los dedos de una mano los economistas que hablan sobre esto?

Parece que por resignación. El capitalismo global está instalado con tanta fuerza que la gran mayoría de los buenos economistas progre piensa que no se podrá trabajar en otro escenario que el actual, ajustando toda clavija posible para que el reparto de frutos tenga en cuenta a los más débiles, pero sin hacer gran cosa en cuanto a la forma de generar la riqueza. A pesar de ridiculizar el discurso noventista que convocaba a “los inversores” como la llave del progreso, se cae en lo mismo, en términos prácticos, aunque con otro discurso. Poco es lo que se cree posible en cuanto a la capacidad inversora del ciudadano medio, orientado adecuadamente, o en cuanto a la capacidad de organizar/se y capacitar/se de los millones que configuran la base de la economía.

Encuentro analogías fuertes entre la resignación a la trampa de la pobreza extrema; el voto al PRO en CABA; la invisibilidad de las multinacionales en el origen de nuestros problemas económicos. Superar las tres resignaciones y transformarlas en esperanza de hacer algo distinto es clave para nuestro futuro. Tienen en común una necesidad elemental: Que quienes diseñan las políticas públicas admitan un diagnóstico que está muy a la vista y reemplacen la pasión por la delegación – en ellos – por igual pasión en la participación, de todos.

Emm/5.4.15


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